Historias de El Pardo

Un lugar para el recuerdo de los Veteranos del Regimiento de Transmisiones



06/12/2012

PIE DE FOTO

Esta mañana en la que celebramos el día de la Constitución, en mi agradable paseo matutino, nada mejor que haberme tropezado con esta bella estampa que he plasmado de inmediato con el objetivo de mi cámara. En la misma trayectoria de la mirada, dos banderas españolas: una que ondeaba a los ojos de miles de viandantes junto a la playa del Postiguet, situada estratégicamente para ser visualizada por los que nos visitan por vía terrestre. La otra, en lo más alto del Monte Benacantil, en un torreón del legendario castillo de Santa Bárbara, como seña de identidad de nuestra tierra a los muchos turistas que llegan a nuestra ciudad por vía marítima y aérea. Nadie se escandaliza por ello, los alicantinos seguimos sintiéndonos españoles y, dentro de nuestra indisoluble España, valencianos.

Antonio Colomina

Alicante

03/12/2012

EL SOLDADO DE REEMPLAZO

por Francisco Acebes




La feliz iniciativa de la ciudad de Alicante, sobre la que informa el buen escritor que es Antonio Colomina, de erigir un monumento a los soldados de reemplazo de los tres ejércitos: Tierra, Mar y Aire, dice mucho de la sensibilidad de su gente y hace justicia a los jóvenes españoles (de reemplazo y voluntarios) que a través de algo más de dos siglos pasaron con más pena que gloria por el servicio militar obligatorio.

En 1704, tras la llegada del primer rey Borbón, Felipe V, se configuró en España el ejercito profesional que se complementaba con levas forzosas que consistían en elegir por sorteo, para integrarse en el ejército por un periodo de ocho años, a uno de cada cinco mozos en edad militar (de ahí vienen los términos “quinta” y “quinto” que han perdurado hasta nuestros días) para acabar así con las levas de vagos, maleantes y hasta deficientes mentales que se habían hecho hasta entonces.

En vista de que el abuso del sistema, plagado de exenciones, era tal que sólo los más pobres, generalmente habitantes de zonas rurales, cumplían con esa obligación ciudadana, su hijo, el gran reformador que fue el rey Carlos III, lo modernizó en 1770 y sustituyó el reclutamiento forzoso por un servicio militar obligatorio. Por la Real Ordenanza de Reemplazo Anual del Ejército con el Servicio Obligatorio se fijaba un número de plazas para cada población y se procedía a un sorteo público entre los varones solteros mayores de 16 años en tiempo de paz (18 en tiempos de guerra) y de no más de 40 años para servir un periodo de ocho años. El ejército era numeroso, sus efectivos sumaban 115.000 en una población de poco más de diez millones.

Las Reales Ordenanzas de Carlos III, muy duras en aspectos disciplinarios (al blasfemo reincidente se le condenaba a que el verdugo lo atravesase la lengua con un hierro ardiente antes de ser expulsado del ejército y las penas de horca y descuartizamiento eran abundantes), fijaban la paga mensual en 40 reales de vellón al mes, requerían que los soldados fueran católicos, que midiesen no menos de 5 pies (1,40 m) de estatura y que no fueran de extracción considerada infame en esa época: mulato, gitano, verdugo, carnicero de oficio o con cuentas pendientes con la justicia. Se contemplaban algunas exenciones por razones de familia o de profesión, aunque algunas de ellas eran claramente elitistas como mayordomos o ayudas de cámara. Pronto las exenciones se fueron ampliando y, aunque hubo algunos intentos para tratar de reducir su número en vista del enojo popular, se repitió la situación que había provocado la reforma: sólo los hijos de las clases sociales más bajas cumplían el servicio militar.

El servicio militar obligatorio se hizo verdaderamente universal (excepto para Cataluña, País Vasco y Navarra) tras la Constitución de Cádiz de 1812, aunque ya en 1823 la primera Ley de Quintas introdujo la posibilidad de presentar un sustituto para librarse de su cumplimiento. En 1837, a raíz de la primera guerra carlista, se ampliaron las facilidades de eludir el servicio militar y se permitió también sustituir la prestación del servicio por un pago en metálico de 15.000 reales (redención a metálico) con el propósito recaudatorio de ayudar a solventar los gastos bélicos. A pesar de las protestas populares, especialmente en tiempo de guerra, exenciones, sustituciones y pagos en metálico se mantuvieron, con ligeras alteraciones, hasta 1912.

El rechazo ante de las exenciones era comprensible. Desde los inicios del siglo XIX las quintas aportaron un número cada vez mayor de hombres útiles a las guerras de la independencia, las carlistas y las de las colonias ultramarinas. Según la historiadora Nuria Sales de Bohígas, el índice de mortandad fue “el 50% de todos los movilizados de 1866-67 y de 1895-98”. Obviamente, entre los muertos en campaña o por enfermedades contagiosas no habo ningún redimido a metálico ni por sustitución.

Que los hijos estuvieran abocados a una alta probabilidad de muerte provocó que las familias trataran por todos los medios de obtener el dinero, especialmente en años de guerra, para lograr la redención a metálico o la sustitución. Se vendían tierras, fincas, casas, ganado, lo que fuera. Como suele ocurrir, aparecieron compañías crediticias privadas que prestaban el dinero a tasas de usura de entre el 35% y el 50% anual. El triste sino del soldado de reemplazo se repitió: el llamado ejército del pueblo era el ejército del pueblo… bajo.

El descontento popular alcanzó su climax en julio de 1909 cuando una multitud que acompañaba en el puerto de Barcelona a soldados destinados a Melilla se desató en improperios contra las exenciones y, enardecida, tomó las calles de la ciudad coreando “Que vayan todos”, enfrentándose a la fuerza pública y provocando saqueos e incendios de iglesias y conventos. El Gobierno decretó el estado de guerra, sacó el ejército a la calle y sólo logró reducir la revuelta tras seis días de duros enfrentamientos. La revuelta se conoció como la Semana Trágica y propició la intervención personal del rey Alfonso XIII a fin de reorganizar el ejército y derogar la redención a metálico y la sustitución. Como contrapeso, y para contribuir a los enormes gastos militares, la nueva Ley de Bases de junio de 1911, que extendió el servicio militar obligatorio a todos los españoles sin excepción y derogó redenciones y sustituciones, incorporó la figura del “soldado de cuota”, al que se le permitía, mediante una aportación económica al Estado, reducir (no redimir) los tres años de permanencia en filas a cinco u ocho meses en destinos a elegir mediante el pago de una cuota de 2.000 y 1.000 pesetas respectivamente. Con ligeras variaciones en cuanto a tiempo y monto de la cuota, los soldados de cuota se mantuvieron hasta el comienzo de la guerra civil en julio de 1936.

Una vez terminada la guerra civil, la Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército de agosto de 1940 recuperó la universalidad del servicio militar obligatorio sin excepciones, aunque poco más tarde se establecieron las Milicias Universitarias para estudiantes que hubiesen aprobado los dos primeros cursos de carrera. Tras seis meses de instrucción, pasaban a hacer prácticas en años sucesivos como alféreces o sargentos de complemento.

Una ley de 1968 permitió ingresar como voluntario antes de ser llamado a filas; se podía elegir cuerpo y destino pero la duración del servicio se incrementaba en cuatro meses. Más tarde, la ley de 1940 fue revisada por otra ley de diciembre de 1984 para regular la Objeción de Conciencia y la Prestación Social Sustitutoria, que establecía un servicio social de 18 a 24 meses, superior en tiempo al servicio militar. Finalmente, dos reales decretos de 2001 suspendieron (no suprimieron) tanto el servicio militar obligatorio como la prestación social sustitutoria.

La duración del servicio militar obligatorio, que pronto se conoció como “la mili”, fue variando con el tiempo, desde los 8 años de 1704 a los 9 meses de 1991, así como la edad de incorporación, que ha oscilado entre los 18 años y los 21 (con algunas excepciones en ocasiones de “estado de guerra”), pero en general siempre fue causa de temores y privaciones. Tras ser licenciado, el soldado pasaba a la situación de reserva que le imponía ciertas obligaciones durante un plazo variable.

La partida del soldado de reemplazo dejaba a su familia sin unos ingresos que generalmente eran muy necesarios; además, la precariedad de recursos de los ejércitos hacía que las familias tuvieran que hacer frente con sus mermados ingresos a los gastos de alimentación, vestuario, transporte, etc. que al soldado se le originaban en su plaza de destino. Voy a permitirme mencionar el caso de mi padre, resinero segoviano, el mayor de seis hermanos, que ingresó en el ejército el año del desastre de Annual, que fue sorteado y destinado a un regimiento de artillería de Mérida y que no pudo regresar a su casa por falta de dinero para el transporte hasta que lo licenciaron tras tres años de servicio. Todo ello porque mi abuelo, resinero también, no pudo pagar la cuota mínima de 1.000 pesetas, que superaba con creces sus ingresos anuales. Con reformas y sin ellas, sólo las clases sociales más bajas cumplían el servicio militar obligatorio, aunque en los últimos cincuenta años se tratara universalizar algo más el servicio militar.

Curiosamente, a pesar de que en casi todas las familias hubo soldados de reemplazo, siempre se regateó la consideración social al soldado, tanto en el ejército como en la vida civil. Al soldado se le identificaba con los estratos más bajos. Tal era así que en los años 1945-55 no se permitía la entrada en muchos locales a soldados de uniforme y en algunos espectáculos se hacían precios especiales para “niños y militares sin graduación”.

Sin embargo, la incorporación a filas del soldado de reemplazo conllevaba grandes sacrificios que generalmente no han tenido el reconocimiento que merecían: se alejaba de su familia, de sus afectos, interrumpía su formación o su progresión profesional para integrarse a un medio desconocido, a veces perdía su trabajo. La merma de sus ingresos era extraordinaria; en 1957, los emolumentos mensuales de un soldado eran de 15 pesetas al mes, es decir, 150 a 250 veces inferiores a lo que percibía en su trabajo habitual. El trato era displicente; la consideración, escasa. Aunque muchos soldados de reemplazo llevaban trabajando 7 u 8 años en el campo o en sus respectivos oficios, eran oficiales de 2ª o 3ª, habían aprobado una oposición o se habían graduado en su profesión como maestros, delineantes, calculistas, enfermeros, etc. todos eran recibidos como colegiales a quienes, en nombre de una disciplina frecuentemente mal entendida por él y mal aplicada por quienes eran sus superiores jerárquicos, se les podía gritar, dar de bofetadas o mandarles al calabozo.
Inevitablemente, el soldado terminaba por adaptarse a la situación, buscaba refugio y apoyo en los compañeros que compartían las mismas vicisitudes, se fortalecía y establecía vínculos de amistad que, tras lograr la ansiada licencia, en muchos casos han perdurado durante décadas.
Por todo ello, me parece ejemplar la iniciativa de la ciudad de Alicante de honrar con un monumento a los millones de soldados de reemplazo que durante 213 años sirvieron a España y especialmente a los cientos de miles que encontraron la muerte en el empeño.

.